divendres, 25 de març del 2016

Y16W13: EL TRONO

Me entero por ahí de que Kanye West debe mucho dinero: leo por ahí que debe 53 millones de dólares y me pregunto cómo puede ser eso. Leo que una marca de ropa personal y el proceso de grabación de su último disco son, entre otras cosas, los responsables de esa comprometida situación. Aún así no acabo de entenderlo. Un tipo al que puse a parir por eso de personalizarse relojes con esferas de diamantes. Pero un día decidí (aunque Pitchfork decía antes que sus discos eran maravillas) que Yeezus era un disco muy notable, sobre todo por su firme decisión por el sonido, por un sonido elaborado para ser sucio, pero nuevo. Quizás los samples no eran tan identificables, quizás advertí algún cambio de actitud, quizás, quién sabe, esta omnipresencia global de cierto tipo de sonoridades ha traspasado esta gruesa capa de piel que conformamos mi sempiterno escepticismo y yo.
Y ahora su nuevo disco, largamente anticipado, se llama The life of Pablo. Dicen que ese tal Pablo podría ser, por ejemplo, Picasso. No lo he oído, aún, en profundidad (para eso hay que disponer del tiempo y la paciencia que se me agotan tan rápido últimamente), pero sí me ha impresionado, y mucho, el tema que lo abre. Se llama Ultralight Beam. Está terroríficamente limitado su acceso: no he podido sacarlo de Youtube, pero podéis probar aquí. La cuestión es que es (salvo esos trucos de producción, como el bajo burbujeante, de los que parece que nunca voy a cansarme) casi una canción de godspell. Solo recuerdo que me haya gustado una canción de godspell antes pero era Stevie Wonder abriendo Songs in the key of life y eso es mucho decir.


Me ha extrañado ese giro de West y me ha extrañado en la apertura de un disco. Quizás en esta nueva era las canciones iniciales de los discos han dejado de tener la importancia capital que tenían antaño. Porque en la era del vinilo podías llegar a casa y poner la otra cara del disco, pero lo propio era empezar por la cara A y la primera canción marcaba el tono del disco, para bien o para mal un disco como obra remontaba una mala primera canción o luchaba por igualar una excelente primera canción, por lo que lo aconsejable para el oyente era que fuese buena pero no la mejor. De manera que uno siempre quisiera seguir oyendo el disco pero no se la saltara. Complicado. 
No sé si Kanye West debe esa pasta. Sé que está siendo, al lado de otros, un artista relativamente prolífico. Que, como otros, anda siempre en colaboraciones de esas que no me suelen gustar. Siempre pienso que los artistas invitados son ganchos para compensar lo que uno se ve incapaz de hacer por sí solo. Pero la escena norteamericana de la música negra es muy proclive a esa fórmula, que es como decir que los artistas, a pesar de competir entre ellos, siempre buscan el amparo los unos de los otros. Lo cierto es que el trono de La Gran Estrella De La Música Negra está desierto desde que Michael Jackson murió, y aunque hay mucha gente que podría optar a él, nadie parece postularse para hacerlo. Podría haberlo tomado El Artista Que Cambiaba De Nombre Para Pelearse Con La Industria, pero hace más de dos décadas que decidió trocar estajanovismo por control de calidad. Podrían optar algunos mucho más activos y contemporáneos. Kendrick Lamar si decidiera venderse, cosa que no espero. Drake si no mantuviera constantemente un ojo en las ventas y las visitas de sus vídeos en Youtube. Frank Ocean si fuera capaz de igualar el descomunal acierto de ChannelOrange. O The Weeknd si ocultar su nombre tras un alias no constituyera un movimiento equívoco. O colaborar con una película horrorosa con una canción hipnotizada por un majestuoso arreglo de cuerda pudiese ser interpretado como un paso en falso.


En todo caso, mi atención por Kanye West está todavía más revestida de curiosidad que de admiración sincera. Me desconcierta su egomanía y cosas como que esté constantemente en el ojo del huracán con cosas como ser el marido de Kim Kardashian. Aún no sé si es un auténtico músico entregado a explorar las posibilidades del sonido o un encantador de serpientes que usa su influencia para otras finalidades relacionadas con la fama y el poder económico. Paradójicamente, y no sé si como consecuencia del enorme poderío artístico del disco de Frank Ocean, las estrellas negras de la antaño agresiva escena del rap y el hip-hop han empezado a dulcificar su música, a despojarla de agresividad conceptual y de mensajes machistas, a desterrar aquella guerra por la primacía que se llevó la vida de Tupac Shakur. No sé calibrar bien el motivo. Es posible que hayan caído en la cuenta de que, en medio de esta crisis, su público natural ha perdido poder adquisitivo y necesitan no mostrar una actitud abiertamente hostil al oyente blanco. Puede que el constante apoyo de influyentes sitios como Pitchfork les haya hecho creer en eso tan utópico de la fusión entre esa agua y ese aceite que es el rock y el hip-hop. Ya les advierto, a mí por ahí no me la van a colar.

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