dimarts, 14 de gener del 2014

EL SOPORTE

Hago una tentativa de arreglo de la habitación de mi hija adolescente. Algún día se hará justicia y la inclusión en la misma frase de las palabras orden y adolescencia activará el corrector ortográfico. En cualquier caso, la cosa no pasa de tentativa, pues no es (nunca lo es) el mejor día. A pesar de lo cual, nos da tiempo de abordar el tema del estante donde ha ido acumulando libros a lo largo de los años. Lo cual incluye, ya, algunos ejemplos típicos de elecciones derivadas de modas pasajeras, junto a las propias de los primeros brotes de madurez. Me sorprende y me enorgullece que considere suyo mi viejo ejemplar de El Gran Gatsby. En una de esas entrañables conversaciones padre-hija que suelen evocarse con el paso de los años (escribir un post mencionándolo va a ayudar sin duda), Mònica, que no ha dejado de dar miradas satisfechas a su puesta de largo librera, me confiesa que, a pesar de su intrínseca condición de adolescente de alta tecnificación, no le apetece tener ni Kindle ni nada parecido a un lector de e-book. Que prefiere ver el lomo y pasar hojas y tener algo que acariciar. Cosa un poco estereotipada, lo sé, pero en lo que coincido. Esas cosas siempre acaban sumiéndome en las mismas reflexiones y esas reflexiones siempre se ramifican hacia los mismos territorios. Que si los artefactos de lectura electrónicos son algo terriblemente práctico, pero acruelmente séptico. Que si el carro y los caballos y los coches y las ruedas. Que si el papel y los bosques de la Amazonia. Y la cuestión de la música, cuando mi colección de CDs, que algún día especulé con que era algo parecido a una inversión (años después de considerar sacrilegio comprar CDs que jubilaban a mi crepitante colección de vinilos) cabe en un disco del tamaño de, erm, un disco duro, y esa sensación de pasar los dedos por los lomos (más dedos y más lomos, toma empacho de tópicos) ha sido sustituida, sin posibilidad alguna de vuelta atrás, por un estúpido pero práctico y alfabética e impecablemente indexado árbol de directorios donde, a lo sumo, asoma algo parecido a una imagen en pésima resolución de la poco trabajada portada de la mayoría de los discos.
Hubo un tiempo en que las tiendas de discos se sentían tan seguras de su prosperidad económica que llegaron a publicar pequeñas revistas de autopromoción. En una de ellas leí una frase que no sé si atribuir a Brian Eno, que hablaba de la gran historia de la vida de una persona que podía deducirse de cómo había construido su colección de discos. Joder, dan ganas de poner una frase en latín. Menuda verdad dijo el tipo. Tan verdad como pasado que no va a volver. La única cronología es como se desempaquetan los zip en tu disco duro conforme los descargas y lo poco que llegas a oír discos de artistas cuyo nombre empieza por cualquier letra más allá de la T. 
Total: el estante sigue sin tener una configuración definitiva (excitante: nuevos libros aparecen y aparecerán). Mònica no quiere un aparato que pueda perder con sus miles de libros guardados en su interior, y yo sigo pensando que el día que me cruce al dependiente de la tienda de discos (si me conoce después de tantos años) me dará un tortazo, y razón no le faltará.

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