dijous, 23 de febrer del 2012

DISPARADO DESDE AMBOS LADOS

España no podía ser un país de primera si no contaba con unos premios cinematográficos. No podía ser un país de primera si no tenía eso y otras muchas cosas que, a falta de dinero contante y sonante para hacerlas, se hicieron a base de créditos y préstamos que ahora no se sabe cómo devolver. Parques, aeropuertos, autopistas y autovías, líneas de trenes, con sus propias locomotoras y sus propios lujosos vagones que paran en enormes estaciones, porque el plan de viaje así lo estipula, aunque nadie baje o suba. Museos y enormes salas de convenciones donde las únicas personas que conversan y discuten son las empleadas de la limpieza que acuden a impedir que el polvo, ese polvo que en otros sitios cubre y esconde las cosas, allí haga brillar como una moneda de plata en medio del desierto, que cuatrocientas butacas en una sala de convenciones en medio de la nada han servido justo, para eso: para nada.
Pero, dirán,  España no tiene que ser segunda de nadie, mejor, no tiene por qué parecer, aunque lo fuese, segunda de nadie, por mucho que la industria cinematográfica se limite a dos directores de renombre en los últimos treinta años: un constante Almodóvar y un sobrevalorado Amenábar. Los grandes patriotas (los que niegan ser patriotas pero acusan de nacionalistas a los que niegan la unidad nacional) hoy dirán también que y qué, que cual han aportado los franceses, como no sea Luc Besson o Roger Avary, de quienes nadie apenas recuerda nada. Que lo más recordado que ha dado últimamente el cine francés es la felación de Chloe Sevigny al guarro de Vincent Gallo. Pero los franceses siguen ahí, con películas estúpidas para el consumo interno (mejor, sólo ellos las entienden y sólo ellos ríen con esas situaciones), con grandes éxitos que acaparan premios César (y atribuímos César a una búsqueda de una fonética similar a Óscar), ante la indiferencia generalizada del resto del mundo.
Se celebran esos premios Goya, pues, hace unos pocos días. Acude a la entrega el Ministro de Cultura (entre otras cosas, también lo es de deporte, siendo madridista declarado), un tal señor Wert de rimbombante apellido de reminiscencias anglosajonas. Que estoy convencido de que, para evitarse un exceso de esfuerzos, hará lo mejor posible para que la cultura no le dé trabajo: a menos cultura, menos faena. Que al salir de casa para acudir a tal evento, la mujer le habrá deseado suerte, allí, rodeado de cineastas (que son todo maricones, lesbianas, drogadictos y rojos). Deberá encajar sus bromas y sus indirectas (como que se refieran a Sarkozy y Merkel como los que mandan, y no a su adorado Rajoy).
Pasa la Gala, que no veo, y la película premiada, la mejor película según los dignos representantes de la industria, es No habrá paz para los malvados, dirigida por un vasco, Enrique Urbizu, protagonizada por José Coronado. Película correcta, sin más. Ves a Coronado (el inconsciente dice que es como Harvey Keitel en la muy agobiante Bad lieutenant) y piensas lo poco que ha hecho (aunque lo haya hecho bién) para meterse en el personaje (dejarse crecer pelo y barba, coger unos tejanos viejos, quizás dormir poco los días de rodaje o evitar escrupulosamente las sesiones de maquillaje), piensas en el estereotipo tan conocido del profesional que cae en el alcoholismo por las vueltas que da la vida, también en que a cada nueva escena en alguna barra, permite que le pongan menos Coca-Cola en el combinado, antes de apurarlo, casi siempre, prácticamente de un trago. Porque los policías españoles beben en bares de mala muerte, en cafeterías que cierran a las once como muy tarde, donde no suena apenas música. No suenan los Pogues, como suena en el bar que frecuentan los policías en The Wire, como mucho sonarán los Celtas Cortos. Y luego esa trama, efectiva y simple (lo cual es suficientemente ambiguo), cuyo giro final, siendo un vasco quién dirige, es raro que no haya sido más comentado o tergiversado, sobre todo, en la actualidad. Y Helena Miquel, guapilla pero sosa y, a todas luces, demasiado refinada para ser una juez tras los cadáveres de dos narcos y una putilla.
Esta película, junto al sofisticado experimento estético de La piel que habito, es lo más brillante que entrega la escena de una manifestación artística de primer orden, en un país que ronda los 50 millones de habitantes.
Eso y Aída, dirán algunos; que las series de TV también deben contarse ahí.
Lo cual ya es una conclusión por sí sola.


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